Por MATT RICHTEL
LOS ALTOS, California — El Director Técnico de Ebay envía a sus hijos a un colegio local de nueve aulas. Lo mismo hacen empleados de gigantes de Silicon Valley como Google, Apple, Yahoo y Hewlett-Packard.
Sin embargo, las principales herramientas de enseñanza del colegio son todo menos alta tecnología: lápices y papel, agujas de coser y, ocasionamente, barro. Ni un ordenador a la vista. Absolutamente ninguna pantalla. No se permiten en el aula, y el colegio observa con gesto torcido su uso en casa.
Los colegios de todo el país se han dado prisa en dotar a sus aulas de ordenadores, y muchos altos cargos de educación opinan que no hacerlo sería una estupidez. Pero en el epicentro de la economía tecnológica, lo que encontramos es el punto de vista contrario: ordenadores y escuela no casan.
Estamos en el Colegio Waldorf de la Península, uno de los 160 colegios Waldorf del país que suscriben una filosofía de enseñanza centrada en la actividad física y el aprendizaje a través de actividades creativas y prácticas. Los que apoyan este enfoque dicen que los ordenadores inhiben el pensamiento creativo, el movimiento, la interacción humana y que distraen.
El método Waldorf nació hace casi un siglo, pero su huella aquí entre los digerati [contracción de «digital literati», referido a la élite de las comunidades virtuales y la industria informática, N del T] hace evidente el intenso debate sobre el rol de los ordenadores en educación. “Me opongo categóricamente la idea de que se necesitan ayudas tecnológicas en Escuela Secundaria”, dice Alan Eagle, de 50 años, cuya hija Andie es uno de los 196 niños en la Escuela Infantil Waldorf y cuyo hijo William, de 13 años, es alumno de la escuela secundaria que está cerca. “La idea de que una aplicación en un iPad puede enseñar mejor a mis hijos a leer o hacer cálculos aritméticos es ridícula”. El señor Eagle sabe algo de tecnología. Es Ingeniero Informático por la Universidad de Dartmouth y trabaja en comunicaciones ejecutivas en Google, donde ha escrito discursos para el presidente, Eric E. Schmidt. Él usa un iPad y un smartphone. Pero dice que su hija, en Quinto Grado, “no sabe usar Google”, y su hijo está empezando a aprender. (A partir de Octavo Grado, la escuela permite un uso limitado de dispositivos electrónicos).
Tres cuartos de los estudiantes aquí tienen padres con fuerte conexión con la alta tecnología. El señor Eagle, como otros padres, no ve contradicción. La tecnología, dice, tiene su momento y lugar: “si yo trabajara en Miramax e hiciera películas eróticas, por muy buenas que fueran, no querría que mis hijos las vieran hasta que tuvieran 17 años”.
Mientras que otros colegios de la región presumen de sus aulas computerizadas, el colegio Waldorf abraza una metodología simple, casi retro: pizarras con tizas de colores, estanterías con enciclopedias, pupitres de madera llenos de cuadernos de trabajo, y lápices del número 2.
Un martes no hace mucho, Andie Eagle y sus compañeros de Quinto Grado refrescaban sus habilidades tejedoras, zigzagueando agujas de coser sobre madejas de lana, haciendo muestras. Según el colegio, esta actividad ayuda a desarrollar habilidades de resolución de problemas, identificación de patrones, matemáticas y coordinación. Su objetivo a largo plazo: hacer calcetines.
Al final del pasillo, un profesor taladraba a sus alumnos de Tercer Grado con lecciones de multiplicación y les pedía que imaginasen que sus cuerpos eran relámpagos. Les preguntaba un problema matemático -cuatro veces cinco- y, al unísono, gritaron “20″ y chasquearon los dedos sobre los números en la pizarra. Un aula de calculadoras humanas.
En Segundo Grado, los estudiantes en pie formaban un círculo y aprendían idiomas mediante la repetición de versos que recitaba el profesor, mientras se pasaban bolsas de guisantes cual pelota de beisbol. Es un ejercicio que intenta sincronizar cuerpo y mente. En ésta, como en otras clases, el día puede empezar recitando o leyendo un verso sobre Dios que no hace mención a ninguna divinidad concreta. La profesora de Andie, Cathy Waheed, que fue ingeniera informática, intenta hacer que el aprendizaje sea al mismo tiempo irresistible y muy tangible. El año pasado les enseñó fracciones haciendo que los niños partieran comida -manzanas, quesadillas y pasteles- en cuartos, mitades y dieciseisavos.
“Las siguientes tres semanas nos comimos nuestras fracciones”, dice. “Cuando tuve suficientes piezas fraccionarias del pastel, ya tenía su atención”.
Algunos expertos en educación señalan que las presiones para equipar las aulas con ordenadores son injustificadas, porque los estudios no muestran mejores resultados en exámenes ni ninguna otra ganancia mesurable.
¿Es mejor aprender con fracciones de pastel y cosiendo? El Waldorf dice que es difícil de comparar, en parte porque ellos, como colegio privado, no hacen los exámenes estándar en niveles infantiles. El Waldorf reconoce que sus estudiantes de primeros grados no lo harían bien en esos exámenes porque, dicen, no les taladran con el currículo estándar de matemáticas y lectura.
Cuando se les pregunta por evidencia sobre la efectividad de su metodología, la Asociación de Colegios Waldorf de Norteamérica apunta al estudio de un grupo filial que muestra que un 94% de los estudiantes que se graduaron de los Institutos Waldorf en Estados Unidos entre 1994 y 2004 pasaron a la universidad, y muchos de ellos fueron admitidos en instituciones de prestigio como Oberlin, Berkeley y Vassar. Obviamente los números no sorprenden: estos estudiantes proceden de familias que valoran la educación lo suficiente como para elegir selectos colegios privados, y normalmente tienen los medios para pagarlos. Es difícil separar los efectos de los métodos instructivos de baja tecnología de otros factores. Por ejemplo, los padres del Colegio de Los Altos dicen que éste atrae a grandes profesores que pasan por una intensa fase de aprendizaje usando la metodología de los Waldorf, y que esto crea un fuerte sentimiento de “misión” del que carecen otros colegios.
A falta de evidencia clara, el debate se reduce a la subjetividad, a la elección de los padres, y a las diferencias de opinión acerca de una palabra: compromiso. Los que abogan por equipar los colegios con tecnología dicen que los ordenadores mantienen la atención de los estudianes y que, de hecho, los jóvenes que se han destetado con dispositivos electrónicos no se manejan sin ellos. Ann Flynn, Directora de Tecnologías Educativas de la Asociación Nacional de Consejos Escolares, que representa a los consejos escolares de todo el país, dice que los ordenadores son esenciales: “si los colegios tienen acceso a las herramientas y se las pueden permitir, pero no las usan, están engañando a nuestros niños”.
Paul Thomas, anteriormente maestro y ahora profesor asociado de educación en la Universidad Furman [la más prestigiosa de Carolina del Sur, N del T], que ha escrito 12 libros sobre métodos educativos en la escuela pública, no está de acuerdo: “poca tecnología en el aula favorece el aprendizaje”.
“Enseñar es una experiencia humana”, dice. “La tecnología es una distracción cuando lo que necesitamos es alfabetización, conocimientos de cálculo numérico y pensamiento crítico”
Y los padres de los Waldorf argumentan que el compromiso real se consigue con buenos profesores y programaciones didácticas interesantes.
“El compromiso requiere contacto humano, contacto con el profesor, contacto con los compañeros”, dice Pierre Laurent, de 50 años, que trabaja en una start-up de alta tecnología y anteriormente trabajó en Intel y Microsoft. Tiene tres hijos en colegios Waldorf y quedó tan impresionado con los colegios que su esposa Mónica se incorporó como profesora en 2006.
Donde los defensores de dotar las aulas de tecnología dicen que los niños necesitan pasar más tiempo con el ordenador para competir en el mundo moderno, los padres del Waldorf contraatacan: ¿qué prisa hay, visto lo fácil que es adquirir esos conocimientos? “Es superfácil. Es como aprender a usar la pasta de dientes” dice el señor Eagle. “En Google y demás empresas hacemos la tecnología lo más fácil de usar posible, para tontos. No hay razón para que los niños no se enganchen cuando sean mayores”.
También hay muchos padres relacionados con la alta tecnología en un colegio Waldorf en San Francisco y al norte de allí, en el Colegio Greenword de Mill Valley, que no tiene una acreditación Waldorf pero sí está inspirado por sus principios.
Hay unos 40 colegios Waldorf en California, una desproporción. Quizá porque el movimiento está echando raíces aquí, dice Lucy Wurtz, quien, junto con su marido Brad ayudó a fundar el Instituto Waldorf de Los Altos en 2007. El señor Wurtz es Director Ejecutivo de Power Assure, que ayuda a los centros de datos computerizados a reducir su consumo energético.
La experiencia de los Waldorf no sale barata: la matrícula anual en los colegios de Silicon Valley cuesta 17.750 dólares [12885 EUR, N del T] desde guardería la hasta Octavo Grado, y 24.400 dólares [17713 EUR, N del T] en el instituto, aunque la señora Wurtz dice que dan ayuda económica. Ella dice que el padre típico de Waldorf tiene un amplio rango de colegios públicos y privados de élite donde elegir, suele ser progresista y con educación superior, con ideas claras sobre educación. También suelen tener claro que cuando toque que sus hijos aprendan nuevas tecnologías, tendrán los medios y los expertos en casa.
Los estudiantes, mientras tanto, dicen que no echan en falta la tecnología, y que tampoco están haciendo el mono. Andie Eagle y sus compañeros de Quinto Grado dicen que ven películas de vez en cuando. Una chica, cuyo padre trabaja como ingeniero en Apple, dice que a veces su papá le pide que pruebe los juegos que está depurando. Un chico juega con simuladores de vuelo los fines de semana.
Los estudiantes dicen que se frustran cuando sus padres y parientes se centran tanto en teléfonos y otros dispositivos. Aurad Kamkar, de 11 años, dice que recientemente visitó a unos primos y se encontró con que estaban los cinco sentados, jugando con sus cacharrillos, y sin hacerse caso unos a otros. Él se puso a mover los brazos delante de ellos: “Les decía: ‘Hola chicos, estoy aquííííí’”.
Finn Heilig, de 10 años, cuyo padre trabaja en Google, dice que le gusta aprender con lápiz y papel más que con un ordenador, porque así puede ver cómo progresa con el tiempo.
“Puedes mirar atrás y ver lo mala que era tu letra en Primer Grado. No puedes hacer eso con los ordenadores porque todas la letra es siempre igual”, dice Finn. “Además, si aprendes a escribir en papel, puedes escribir aunque te caiga agua en el ordenador o se vaya la luz”.
http://www.elpauer.org/?p=1065